El Navegante
por Israel Crens
Réquiem por la luna nueva
-hoy que te visito y no existo-
en los días lunares del delirio
y recuerdo cuando olvido
(que despierto y sigo dormido)
que eres tú quien está y se ha ido
destilando el aire que respiro.
Ten esta letra hueca
-que tapa los agujeros del bolsillo-
por pasarme noches en vela
hilvanando estrellas en un hilo
guardándote asiento en la nada
para contarte sueños y quimeras
cuando yo este menguante
en días solares con luna llena.
Buscó la manera de hacer más llevadera su vida. Iba de la luna al mar. Dibujaba en la arena todo lo que soñaba y escribía sobre las piedras todos esos versos que nadie apreció. Decidió andar todos los caminos posibles y desconocidos, ir haciendo del pasado un verso. Ver lo que ojos humanos no miraron jamás. Enfrentar todos los riesgos y peligros. Al agotarse las posibilidades, decidió inventar, crear nuevos retos para no quedarse atrás. Conquistó innumerables mundos y situaciones. Escaló más allá del cielo. Lo conoció y prefirió radicar más noches en el infierno.
Su ser era una revolución desde dentro y desde fuera. No podía llorar, no podía reír, no podía subsistir así. Reconoció entonces que a él le fue negado el honor de ser amado, de ser querido, de tener a una persona a su otro costado. Descubrió que su corazón ardía en deseos de amar, pero su alma ya estaba condenada y sus sentimientos eran sordos, ciegos y mudos; aunque por fuera pareciese hosco, frío y duro. Era solo una coraza, una máscara. Llegó incluso a formar parte de todo lo que parecía lejano. Decía que prefería hablar de lo imposible, porque de lo posible se sabe demasiado.
Creció y vivió deprisa. Quizá mas allá de lo razonable. Experimentó nuevas sensaciones, adquirió nuevas experiencias y su escritura se convirtió en una constante, en un arte. Pensaba hacer magia de la nada y allá adelante lo que hablaba era una prestidigitación brillante. Llevaba ansiedad de caminante. Quería vivir y retratar cada paisaje, cada instante de su vida, darle forma a cada letra nueva.
Era su vida, su complemento a su otra parte oscura, maligna y siniestra. Pero sabía que le faltaba siempre algo, un pendiente, algo que no se compraba, que no se aprendía solo. Algo para que su vida fuese entera. Un equilibrio, una amalgama, un antídoto para ese veneno. No conocía el amor. Supo entonces que a él nadie le había conquistado, que nadie le había proporcionado esa otra parte, ese sentimiento, eso que a veces pensarlo le resultaba humillante. Ese, ese…todo.
No le pareció gran reto de los que había tenido a lo largo de su existencia. Buscó, caminó, voló, preguntó, gritó y deseó. Nada. No pudo encontrarlo por ningún lado. Se fue a las estrellas, al universo, al infinito. Se mató y resucitó.
No lo encontró.
Comenzó a sentir que le faltaba aire, vida, tiempo. Sintió que sus pies ya no le podían llevar más lejos.
Entonces; apareció Ella.
Alguien que no era como él. Que era una forma de vida que nunca antes había conocido. Algo que ni en sus mejores sueños habría podido imaginarse. Algo que era más alto y más fuerte que él. Todo fue nuevo y le dio nuevos colores a sus lunas y volvieron a girar sus mundos. El arco iris era solo una tenue comparación de tal belleza.
Por primera vez algo le había deslumbrado y hecho sentir así. Fue como una nueva era, algo enorme, gigante. Algo verdaderamente colosal. Se habían fundido todos los colores y tonos conocidos. Ahora era un solo color, un sol, una estrella, un universo que podía; que se le permitía compartirlo. Era formidable. Ya nunca más volvería a estar solo, ya nunca más habría nieve a su alrededor. Ya habría luz y no esa oscuridad tan densa. Ahora se le concedía el don de ser amado y compartir todo eso que traía dentro, que ya le hinchaba, que ya le explotaba.
Ahora él era el conquistado, y eso le llenaba aquel hueco que nunca supo rellenar, que nunca pudo tapar.
Comenzó a dar todo lo que en el se encontraba, todo su ser se dio de lleno. Su corazón ya tenía dueño, se lo robaron y no le importó. Vivió intensamente cada segundo, minuto, cada hora que Ella le proporcionaba. Se henchía de gusto a más no poder, por ser el poseedor del amor que nunca tuvo.
Era feliz.
Se abrió de lado y de tajo, por arriba y por abajo y por doquier para que Ella creyera en él, que siempre le sería fiel. La enteró de que era su vida, su todo. Llegaron a platicar del futuro, ya juntos, no habría fronteras, no habría quien les detuviera ni montaña que no derribaran, ni había antídoto a ese amor que florecía. Cada noche escribía y escribía, en rocas, en paredes, en nubes, en papeles, en espirales que convergían en su nombre, en su vista, en su sombra, en su alma; en Ella.
Renunció a su otra forma acelerada de vida para avocarse y concentrarse solo en Ella. No había otra cosa que le importase, no había nada que le hiciera voltear, nada que le hiciera suspirar como Ella. Ya no le seducía ninguna otra idea, nada se comparaba con Ella. Era su totalidad, era todo, era su diosa y su cosmos.
Así, al parecer todo marchó viento en popa. Pero de pronto presintió un cambio, algo que estaba alterando su entorno y lo creyó pasajero. Más no fue así.
Ese pequeño presentimiento creció y creció de forma acelerada. Y hubo un día y una noche y otro día y otra noche. Llegó lo que no esperaba, lo peor, lo último que hubiera deseado en toda su existencia. Ella le pidió que le dejara ir. Atónito, nunca supo por qué. Lo intentó una y otra vez. Que Ella le dijese el motivo, la causa, la duda. Algo convincente, algo que justificara tal decisión tan fatal para el.
No tuvo respuesta.
Al verse vencido por aquello que tanto anheló y deseo, solo un beso le dio y permitió que se alejara. A sabiendas de que eso le había matado interiormente, que lo había exterminado por completo. Pensó en matarse, en perderse, en huir, en dejar de existir; pero eso no aliviaría su amargura. Ese vacío, que el universo, el infinito se quedaban chicos comparados con lo que el sentía, con lo que se le había negado. Derramó lágrimas y lágrimas, ya no hubo alegrías. Todo su ser y su conciencia se volcaron en tratar de encontrar la respuesta a ello. Comenzó a perder sus ideales, renunció a todo lo que aprendió, a todo lo que defendió con su escudo.
Y sin embargo, su corazón seguía teniendo dueño.
Se preguntó una y mil veces si acaso fue un sueño, un producto de su inagotable imaginación. Se torturó un millón de ocasiones tratando de alcanzar su sombra, de escuchar otra vez su voz, el olor de su cabello, el reflejo de sus ojos. Fue en vano.
Recordó entonces las palabras que le dijo refiriéndose a que quizá no le tomaría mucha importancia, que quizá era demasiado pronto, demasiado apresurado. No creyó que en tan poco tiempo él se enamorara perdidamente de ella. Se sintió incómoda, ajena y tal vez la estaba condenando de forma premeditada. Pero no contó los más de cinco siglos, milenios, años luz que él llevaba esperándola. No entendió que la amaba de verdad.
Entonces, enloquecido y cegado por la ira, se precipitó al caos, al desorden. Derribó todas sus ciudades, destrozó sus cielos, todo fue quedando en invierno eterno. Enloqueció y su cólera ya no tenía freno. Fue del mediterráneo al occidente, del universo al final del tiempo. Huyo al hiperespacio, entraba y salía a voluntad por doquier parte posible. Barrió con todo y no dejó piedra sobre piedra. Se fue quedando ciego, mudo, sordo. A momentos ya no era nada. Se redujo a células, a átomos, al mínimo del principio de la vida. Su ansia y su saber lo hicieron inmortal. Ya no podía morir. Era como un castigo, vivir así; de tal manera que ya nada le complacía.
Había conocido sus límites y los sobrevoló.
Ya no quedaba nada más por hacer o conocer. Sabía que cuando quisiera podía retornar el cauce de sus ríos a su origen, volver a colocar sus mundos, hacer brillar y levantar todos sus reinos y retomar sus conocimientos. Pero le resultaba inútil volver a construir y tirar una y otra y otra vez todo. Era frustrante no poder retener ese complemento, ese equilibrio que tuvo.
Retomó su camino y enderezó su árbol y permitió que sus recuerdos se ahogaran en la noche triste del pasado. Pensó que nada lo haría volver a sonreír.
Una vez más, se equivocó.
Ella regresó para pedirle que le dejara andar un poco de lo mucho que la vida le iba enseñando paso a paso. Pensar bien las cosas. Pidió tiempo. Algo que para el era una eternidad, pero al final de muchas reflexiones, lo aceptó y enfrentó con valor eso tan sencillo que se le pedía. Esperar.
Comprendió el precio a pagar o la recompensa que obtendría por ello, por ese tiempo que debía ceder, que debía esperar. Sabía que al final de todos sus caminos únicamente le quedarían dos. Uno sería un infierno de sabiduría y su precio era vivir solo hasta el fin de los tiempos. El otro, era que tendría lo que con más fervor deseaba. Vivir por Ella y con Ella. Envejecer y morir. Su precio era renunciar a la vida que llevaba. Pero eso no importaba, no era comparado con ese amor. ¡Con el amor!
Hoy vive cada segundo gracias a la motivación que Ella le proporcionó. Sabe que adelante Ella lo estará esperando o tendrá que batirse en duelo con su dolor. Pero es algo. Una esperanza pequeña, una luz que puede crecer o menguar.
Al fin esta a la espera de algo que no sabe, que no conoce. Que puede ser su salvación o su condenación. Algo que sigue animándolo a moverse. Sabe que todo depende de la determinación de Ella. Su porvenir está en sus manos, su vida pende de un hilo, que conforme pasa el tiempo; va haciéndose más delgado. Se convirtió en la dueña de su vida, de sus días y de sus noches.
Sigue construyendo, escribiendo, aprendiendo y enseñando.
Pero reconoce que cuando el momento llegue en que Ella diga su última palabra, todo se vendrá abajo o resplandecerá como un millón de soles, lunas, estrellas, arco iris.
Y sigue aquí, contigo, conmigo, entre nosotros. Esperando…
Extracto del libro Licor de Dos Lunas ® / Israel Crens
Walnut Street Ediciones ® (2007)
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